Cansados ya de
hablar de la deuda de Grecia, hablemos, por ejemplo, de la de Alemania,
su “gran rescatadora” para beneficio de la ingeniería financiera y para
tranquilidad de los mercados.
Para hablar de esta deuda, no hace falta recurrir
a argumentos de carácter moral o cultural, que, pese a su solidez y su certeza,
podrían ser tildados de retóricos por algunos cretinos; bastará con hablar de
dinero; nada de sentimentalismos: real money.
¿Saben ustedes cuál es el
país europeo que más rotundamente y con más éxito se ha negado de forma
reiterada al pago de sus deudas? No es otro que Alemania. Y no se trata de
deudas derivadas de la mera especulación financiera, sino de deudas derivadas
de indemnizaciones de guerra: es decir, de deudas contraídas por haber
invadido, destruido, saqueado y matado.
Tras el Tratado de Versalles (1919), la
Alemania perdedora de la I Guerra Mundial fue condenada a pagar reparaciones de
guerra a los aliados por valor de 226.000 millones de marcos de oro, una cifra
imposible, fijada con el fin de castigar a la belicosa nación y de poner freno
a una rápida recuperación que pudiera verse seguida de nuevas hostilidades.
Entre 1924 y 1929, la república de Weimar se mantuvo casi exclusivamente de los
préstamos recibidos de Estados Unidos (más de un billón de dólares), destinados
en parte a sufragar las indemnizaciones señaladas. Pero la situación para
Alemania se hacía insostenible, y el crack del 29, además de enormes pérdidas
para los prestamistas, abrió la posibilidad a la renegociación de la deuda: así
pues, en 1930 (Plan Young), esa ingente obligación de pago quedó formalmente
reducida… a la mitad (112.000 millones). Entre 1931 y 1932, y dada la situación
de la economía mundial, EE.UU. decide condonar las deudas de guerra a Francia y
Reino Unido, quienes, a su vez, renuncian como acreedores a buena parte de la
deuda alemana (Moratoria Hoover y Negociaciones de Lausanne). Resumiendo, en
1932, Alemania consiguió una reducción neta de más del 98% de las deudas a las
que le obligaba haber puesto en marcha la I Guerra Mundial, y en 1939, cuando
pone en marcha la segunda, la Alemania de Hitler suspende unilateralmente todos
los pagos, incluido el de este 2%.
Acabada la II Guerra Mundial, la historia se
repite: Alemania es condenada a pagar cuantiosísimas indemnizaciones de guerra,
pero, en el célebre Tratado de Londres (1953), los EE.UU., deseosos de
convertir a la nueva Alemania federal en un pilar de la OTAN frente al bloque
soviético, consiguen “convencer” a 20 países –entre ellos Grecia– para que
accedan a una condonación “de facto” de todas las deudas alemanas derivadas de la
Gran Guerra. Sin embargo, este extraordinario tratamiento de favor –y las
favorables políticas extranjeras para que el país “perdedor” recuperase pronto
el superávit comercial– no fueron obstáculo para que Alemania siguiera
reclamándole a una Grecia invadida, expoliada por sus tropas y con un millón de
muertos… todas las deudas anteriores a la guerra desde 1881. No fue obstáculo
para que, en 1964 -y con la ayuda de Georgios Papandreou (abuelo) y Kostas
Mitsotakis–, Alemania consiguiera el reconocimiento de esas deudas por parte
del gobierno griego, engrosadas además con una altísima prima de riesgo que
hace que aún las estemos pagando. Y tampoco fue obstáculo para que, en 1990
–cuando la unificación de Alemania obligaba a revisar los términos del Tratado de
Londres y a retomar el pago de las indemnizaciones congeladas en virtud del
mismo–, la Alemania de Kohl se negase nuevamente a pagar la mayor parte de esa
“vieja deuda” y países como Grecia siguieran sin encontrar justicia.
No nos
engañemos con falsas lecciones de moral: el llamado “milagro” de la economía
alemana se basa primordialmente en el impago reiterado de sus deudas por
indemnizaciones de guerra. Y digo, primordialmente, porque deberíamos referir
también, como cimientos del “milagro”, la prosperidad adquirida por la
explotación del trabajo forzado en 78 campos de concentración por colosos
económicos como Krupp, Thyssen, Volkswagen o I.G. Farben. Padre este último de
gigantescas multinacionales como Bayer, Agfa o Aventis, que siguen dando
muestras de buenas prácticas en el mundo globalizado de hoy (como también
Neuman, Siemens, SLC Germany GmbH, etc., por no hablar de la industria
armamentística alemana, tan boyante entonces como ahora).
Más allá de las
hipocresías, la pregunta es la misma de siempre: ¿quién debe a quién?
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